domingo, 29 de diciembre de 2019

Un autre rêve


El examen estaba por comenzar, se sentía el escalofrío del cronómetro presionar contra los dedos sudorosos. Los pupitres poco a poco iban alineándose de a dos, frente al pizarrón verde cubierto por la fina capa de tiza que el borrador nunca llega a despegar. Me pareció raro encontrarme en un aula escolar después de tanto tiempo, desacostumbrada (oxidada) a verme del otro lado del escritorio de profesora.
Las hojas simple faz con preguntas numeradas estaban listas y en mis manos. Eran solo pistas, el verdadero acertijo a resolver estaba en las palabras de un niño pequeño que no supe cómo llegó allí. Tenía que entender rápidamente su alegoría escueta y apática, después de la segunda vez que me explicaba con ademán de manos y todo, el pibe no podía creer que no me resultara obvio. La verdad, no entendía nada (partiendo de por qué estaba ahí). Era su historia personal, esto fue lo único que pude captar. Múltiples pasos, horarios, distancias, sucesos a ordenar. El cómo era la clave (¿no lo es siempre?). Estaba empezando a sentirme motivada y en acción, diagramando cuadros en la pared de mi cuarto imaginario, cuando alguien aparece caminando con los ojos fijos hacia adelante, hasta que se me sienta al lado. No sé si no me ve, o no le interesa. Su cara me suena de algún lado o de algún tiempo, sí, tal vez. Lo esperaba, el escalofrío ya no venía por la presión del contrarreloj, sino de su brazo contra el mío, y por dentro un río de emociones que no supe definir tomaba de a poco el control de mi mente. Por fuera, inmutada; él, indiferente.

Ahí dejé de ser yo. Corrijo: el yo dejó de sentirse en control, se acordó que no es el centro de todo.

Mi mente analítica y predictiva se me hizo aguas y me ahogué en mi propia emotividad. Actuaba,  cuasi teatral, dando pasos en círculo y explicaciones en voz alta, pero era todo pantomima o un llamado de atención más infantil que las cartulinas decorando la pared de ladrillo visto. Me iba perdiendo en ese sentimiento de cercanía, la luz se iba atenuando (quizás un atardecer precoz) y aunque pegados en los brazos la mente se apartó lo más lejos que pudo. Pero no pudo. Las líneas se me hicieron ovillos, la memoria un trabalenguas; dónde estoy, quién soy. Mi recién llegado compañero de pupitre seguía muy concentrado y enfocado en escribir sin percatarse de nada. Qué desesperante es no poder anotar una idea, era como cazar mariposas en el aire con una red para atunes. Sólo podía mirarlo y recordarlo de algún otro lugar u otra vida, y quedarme impotente mientras mi inconsciente iba despacito ganando terreno.
Terminó el tiempo y sonó el timbre, el se paró, entregó como un trámite más, me saludó con un apretón de manos y se fue como si nada. Miré las hojas sin mirar, no pude voltear, y menos escribir. Me sentí inútil y burra. Me tuve que quedar después de hora para intentar volver a mi centro, con el pibito desesperado por ir al recreo (lo había olvidado por completo, aunque se quejaba sin parar). ¿En serio tenías que quedarte tan inmóvil? ¿Así le pareciste: lenta, vieja, despistada y emocional? Supe quién había sido esa persona, pero no quien era en ese momento, un extraño conocido, o un conocido extrañado. ¿Cuándo se transformó el diálogo en una contienda de acertijos, un caso a resolver sin cooperar pero sí en competencia?
El corazón se aceleraba y podía escucharlo gracias a que el silencio le iba ganando al murmullo incesante de adolescencias irresueltas. Siento el palpitar de una intuición, revelada por la aparente incoherencia de unas neuronas en fase REM, y después de sudar bajo mi disfraz de colegiala con canas, hacen un click mis ojos de pupilas abiertas, y lo resuelvo.

Abro los ojos, otra vez, empapada de calor de verano, en una cama que no es mía pero tampoco de otro, en una noche de estrellas que vira hacia la madrugada fulgurante. El examen no existe, y la alegoría… es ahora este cuento.

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