martes, 29 de diciembre de 2020

Flechada

Feliz día al primer 14 de febrero que no lo paso sola o con mi prima en club Fellini, con mesa para dos y los mozos pensando que éramos tortas. Deseo que todos alguna vez tengan días como el que tuve ayer, desbordado de amor y festejándolo en todas sus facetas. Es verdad que el amor se hace, porque es construcción del ahora. Me declaro enamorada de la vida, de cada experiencia, y de cada persona que me la va haciendo hermosa (ya lo escribí, somos mosaico de gente que nos marca). Este es mi enamoramiento: vibrar con alta energía y sentirme plena en el trance, rodeándome de belleza -subjetiva, pues es subjetiva siempre-. Hacer lo que te hace sentir vivo, sentir la sangre correr por las venas como fiebre espesa. 
La gorda cumplió años y lo festejó como nunca en su vida, con un "pedo para 400" y saltando de felicidad. La gente que al final queda y pasa por el filtro desencantante de intenciones te acompaña hasta el atardecer de la vida. Amigos desde hace 24 años o veinte menos, bancando la parada, novio por horas, todos llorando metafóricamente en un abrazo al final. 
Lo que les pasa a las personas no es lo importante, sino lo que las personas hacen con lo que les pasó. Eso es lo que te define. Las personas felices no se plantean por qué son felices, simplemente hacen para ser, y el que recibe amor es porque justamente nunca pide retribuciones. Las personas felices toman las adversidades como pruebas, los fracasos como superaciones, y la tristeza como hermana de la alegría: son estados, no estaciones; van y vienen. Sacando alguna patología de lado, la felicidad es hacerte cargo de tus elecciones.
Mi gente querida no para de darme consejos y yo los escucho con paciencia, aunque en el fondo sepan que yo voy a hacer lo que se me ocurra. No le temo a lo desconocido, le tengo nostalgia a lo que dejo y sé que voy a añorar hasta que el acostumbramiento me traiga otras costumbres y la realidad se vuelva otra. Por eso me lleno las baterías de todo el amor que pueda recolectar, muchas endorfinas para emprender el viaje. 

miércoles, 22 de enero de 2020

La mar estaba serena, en pena estaba Lamark

El sol posa radiante sobre la cúpula de cobre sin nubes, haciendo soportable el viento del sur, tan frío que molesta las fosas nasales. La marea amaneció limpita, como los ojos después de llorar una pena grande, salada y a borbotones. Ayer parecía una emulsión de arena y barro, marrón como el río Paraná, pero revoltoso y enojado. 


El Paraná, mi vista por quince años. Nada se deja traslucir bajo esas aguas. La "ciudad capital del helado"; casi toda mi vida transcurrió sobre esa orilla rosarina. Su corazón de pueblo ahora está amenazado por la turbidez fangosa de gente sin escrúpulos, que viene con la correntada del crecimiento. A veces me olvido que después de una hora de la tarde, río y calle se transforman. A ambos hay que guardarle respeto.

El mar argentino es así, tiene su temperamento. Como a un viejo cascarrabias, hay que saber entrarle y tomarle el tiempo. Hoy la diferencia de temperaturas entre agua y aire hace que se sienta más a gusto dentro del mar, bajo el sol y saltando cachetadas de agua. Tal vez nadie escribió sobre cómo se surfean las olas de esta costa bravía, ¿seré la primera? Bueno, intentaré ser lo más descriptiva posible.


Surfear el río en una lancha es como saltar sobre un piso duro y caprichoso. Me gusta más ir en bicicleta por los "arroyos" de asfalto. Me conozco todas esas calles de memoria y las veo cambiar a diario, con el placer de lo que se renueva. Su olor a tilos y a meo rancio, las baldosas flojas, los árboles frondosos y de colores hermosos, los basureros atestados y los autos en doble fila. Pensar que en días va a dejar de ser mi rutina.

El primer oleaje sobre la arena es pan comido -no llega ni a los talones-, pero las segundas, las que aprietan la cintura, son traicioneras: si te agarran de espalda lo más probable es que termines revolcado y tragando agua. Después el baño no te lo va a agradecer... por los kilogramos de arena arrastrados, digo.


Tanto me acostumbré a este barrio que siempre imaginé mi vejez yendo al Teatro El Círculo con cafecito posterior, toda pinturrajeada y en aquelarre con mis amigas. Me está costando decirle que tiene que salirse del living room en pleno enero caluroso y meterse en una nube helada. Hay tanto que registrar sin cámaras. No te olvides, no me olvides.


Pero si pasaste la cintura al agua, listo, ya estás dentro. Después viene el trecho manso, más o menos durable, donde las demás olas te vaivenean pero sin mucho efecto. Lo interesante viene adelante. Más atrás, después del banco de arena del fondo, están las olas divertidas, y quizás peligrosas. A esas voy a buscar siempre si el día acompaña... hay veces que tienen 3 m de alto y enfrentarlas es KO seguro. Cuando puede uno acercarse, igualmente, tiene que tener todos los sentidos agudizados para tomar una decisión rápida. ¿Voy por abajo o por arriba? Si la ola se acerca media espumosa y encorvada, como pirata ebrio, mejor dejar que te peine de un zambullido y sin contacto con la superficie brava. Pero si es recién nacida, se puede -y más placentero- dejarla pasar flotando como boya. 


Y voy caminando a hacer los mandados como si nada pasase, flotando sobre los 34°C a la sombra y sin brisa. Ah, sí, me dieron el pasaporte con la visa en el correo recién, pero me acordé que tengo que pasar por la verdulería porque no hay milas de soja ni frutas. No hay autos en la calle che, la malaria capaz no era tanta, mucha gente se fue a la costa.


La ola que está a punto es la añorada. La vas sintiendo, la ves venir gestándose unos metros atrás. Grandes masas de agua a las cuales agarrás justo antes - segundos- de que se pongan bravías. Me gusta esperarlas como un felino espera su presa, con las pupilas enfocadas y las piernas fuertes arraigadas al fondo arenoso, para que no te chupe la resaca. Verla crecer de a poco, y ahí montarlas como a un mustang desprevenido, que te lleva sin que se dé cuenta. Por ahí sí, corcovea y te tumba.

Irte del mar argentino sin arena atascada en la malla es como comer la pasta sin una mísera mancha de salsa en la servilleta. No existe, o no comiste/nadaste a gusto. La sal en la boca y el viento sur pegan fuerte a la salida, es por eso que vamos cargados con tantas cosas "por las dudas". Pero así nos gusta vivir la playa.


Irte de lo conocido es un poco eso. A diferencia de los bártulos playeros, de viaje te vas sin mucho, no se puede y no se debe también. Siempre me pareció que volar es como nadar. Prepararte, sola frente al océano de lo desconocido, con una bocanada de aire enfrentar la inmersión fría, dejarte llevar por la marea, reflotar. La ola brava ya va a pasar y la sensación de que estás vivo, queda.