martes, 31 de marzo de 2015

El ropero de pieles

Estoy convencida de que al mundo se viene para vivirlo en muchas pieles. Cada tanto, cuando cambian las estaciones, tomo decisiones dislacerantes para cambiar el pellejo y colgarlo por ahí. Algunos cueros se nos encarnan por el miedo o la costumbre, se cosen al alma con puntadas soberbias... y otros son tan delgados, que al menor suspiro nos dejan, sin más. No significa que han muerto; están por ahí, dormidos, esperando ese momento en que freno un cacho, y quiero probármelos otra vez -como cuando éramos chicos, y nos adentrábamos en el ropero de la abuela para disfrazarnos.
No sólo vinimos para mudar de pieles, sino para ir viendo con distintos ojos. Y guardar esas contemplaciones como cuadros en 4D, o en ensayos repentinos en noches de insomnio o meriendas atrasadas. Para mirar de manera cambiante, también, otras pieles y otros ojos, y no juzgar sino con el único motivo de saber que nada es permanente e inherente a una persona; es normal no reconocernos en las imágenes o las voces en esas películas vintage, o (dicotomía aparte) encontremos demasiadas repeticiones en las escenas de distintas épocas.
Estoy convencida de que somos multifacéticos, multi-experimentales, pluriamatorios e impermanentes. Que esas pieles son abrigo y apego hasta que se demuestra lo contrario, que dejarlas ir en los instantes en que el azar nos sorprende es no sólo necesario, sino placentero. Que también podemos reencontrarlas, un día, sin querer, sacándonos una sonrisa.

 Y eso es para mi la felicidad y la libertad.