miércoles, 3 de abril de 2019

Yin

Desde chica aprendí que ser mujer consistía en atravesar ciertas etapas, como si se tratara de comerse un Bon o Bon por partes: primero, la cubierta de chocolate, después, la oblea crocante, y recién ahí llegar al centro de pasta de maní con chocolate. La vida de una mujer era pertenecer a uno de estos dos grupos: las que habían pasado la ronda y las que no.

Primero venía la pubertad, y el misterio del flujo y el sangrado. ¿Te vino ya o no? Eras una niña o una "señorita". Cada vez que una pasaba de un grupo a otro chispeaba la sensación de haber entrado a una orden secreta -y sanguinaria. Cada mes mirar la bombacha e intentar vislumbrar una Rorscharch amarronada, la contraseña de entrada. Este paso no dependía más que de la genética y del reloj biológico, esperar "a ver cuándo me toca", cuándo crezco. No que esto fuera realmente especial una vez que ocurría, más bien se sentía una desilusión, enmascarada por el "ya lo pasé".

Después te quedabas en el camino si no seguías la experimentación con el género masculino, más allá de las cartitas de amor intercambiadas en algún recreo o "asalto". Llegaba la primera vez de todo: del beso, de la mano al más allá, de la penetración. Las risitas entre chismes y comparaciones, los rankings, los dibujos anatómicos, la adolescencia llena de energético miedo. Esas experiencias no pertenecían a cada una, eran del colectivo, de la tribu. Tal vez podías decidir el momento de probar cada cosa, a tus tiempos y tus deseos. A veces, no. Porque el sexo dependía de la mirada del otro... y de las acciones de ese otro también.

Pasar de la soltería a convivir es también otro cuento. Ligás un regalito por perder tus muebles, tu privacidad y pasar a meter en el lavarropas calzones ajenos. Si era copado "te ayudaba a limpiar" (su mugre). La otra mitad se volvía la manzana entera y listo, vos estabas realizada una vez más. Sin preocupar, que de vez en cuando hay tiempo para las pibas los martes a la noche.

Por último, la condecoración, el máximo honor de ser mujer: ser madre. Ser madre o no ser, esa es la cuestión de un abismo. Ahora sí que el pertenecer es un antes y un después, porque parece que cuando se es madre, ya se deja de ser la anterior mujer. Ya no es un proceso de crecimiento, sino de enajenación hacia ese pequeño bulto humano que te succiona los pezones y se caga feo. Te dicen que es hermoso, pero por un año al menos te olvidás de lo que es menstruar, de lo que es el sexo, de los demás grupos de pertenencia. Borrón.
Porque algunas no nos toca o no queremos que nos toque ser madres, podamos elegir o no.

Y a mí me tocó parir sólo una tesis.

Digo sólo una tesis porque no es exclusivo de mujeres. Cinco años de gestación y 4 meses de trabajo de parto que vivimos por igual todos mis compañeros, a lo Schwarzenegger en Twins. Pero sí es logro de mujeres, porque a la mayoría de nosotras se nos desalentaba seguir en una carrera profesional que implicara sacrificios a la familia. Sí, porque aún está ese mito de que la mujer primero madre y luego profesional. Como si la familia fuera sólo hembra más hijos.
Resulta que a mis dos niñes-tesis las parí con encanto y desencanto, porque esas cosas vienen de a par. El embarazo mental de una tesis de doctorado también se nota hasta las horas previas antes de que salga al mundo y le saque fotos, nada más que esta vez una está consciente en el proceso de creación, aunque el azar a veces meta el rabo en el asunto.

Parir una tesis o un pibe, la vida se basa en logros. Vivimos por la aprobación y el aplauso del otro. Queda un toque ridículo si lo pensás mucho, que las mismas personas que corren par a par hacia la meta son tanto el jurado como el público vitoreador, y lo único que los diferencia del ganador es el tiempo. Que miramos a los demás porque muchas veces no queremos mirarnos a nosotros mismos.