sábado, 3 de febrero de 2024

El día que todo despertó

 Como siempre me pasa, mis horas de más invención/imaginación/creatividad son cuando estoy entredormida por la mañana y me levanto pensando un cuento. Me levanto relatándolo. En el día la voz de la conciencia y el subconsciente entredormido se juntan y crean, inventan, remueven y depuran. Escribimos nuestra historia, o historiamos nuestras escrituras, da lo mismo ya.

Cuando te preguntan: si tu vida acabaría mañana, ¿estás contento con la vida que construíste? No se esperan que esa pregunta no sea retórica. Uno no espera que la vida te de un aviso, un llamado para despertar. Se piensan que es lejano o hipotético, el día que uno puede cerrar los ojos.

Pero a veces pasa esto en medio de un exámen de rutina común y corriente, donde las cosas no salen como se esperaba. Una tarde de sol cualquiera. Y la pregunta se manifiesta en un shock de silencio. ¿Es todo esto la vida que quiero? 

El día que mi viejo dejó el mundo, para todos fue sorpresa pero para mí fue confirmación de un presagio. ¿Esto sienten los X-Men que ven el futuro? Una especie de desolación mezclada con impotencia, porque nadie te cree. Porque es un problema de mañana, no de hoy. Pienso en superpoderes y cómo estos llegan a sus héroes: siempre ocurre algo extraordinario. Una picadura, poseer una piedra rara, un derrame radioactivo, un experimento fallido. En mi caso no pude explicarlo. Un día desperté de un sueño sabiendo que la muerte rondaba respirando en las sombras. Siempre siento lo mismo, un escalofrío en la nuca, náuseas, ansiedad extrema. Luego llanto. Luego pienso, pienso pienso en eso como evitando que pase. Pero el superpoder no llega a controlar lo inevitable, porque justamente, es no-controlable. Ocurre lo que ocurre, el día que mi viejo fue a comprar un auto sin que mi madre supiera, desatando discusiones, desatando descompensaciones.

¿Pero fue realmente un superpoder?

Desde ese día la sensibilidad ante lo incierto se fue acrecentando. Era cuidada, empecé a cuidar. Era mimada, empecé a ser fuerte, roca, capa de hielo. A fuerza de llanto, a fuerza de bronca. Dejé de creer en todo lo justo. Y de a poco aprendí que era mejor empujar todos afuera, ya no estaba a salvo bajo nada que sea yo misma. Lo que tenía que ser una fase de duelo se convirtió en una nueva realidad, que trajo aparejado una dinámica inestable. La generación de mis propio núcleo se estancó y la unica solución posible fue la distancia. Otra vez, empujar todos afuera para encontrarme y tenerme a salvo.

Y funcionó, por unos años, donde la juventud parecía eterna, la carrera la pasión de vida, las amistades los vínculos fuertes. La vida cambia, por suerte, ya no soy la misma ni lo son mis prioridades. Y en el medio de todo esto se resurge una posibilidad, de que la vida no sea hasta los 90 años como te prometían, sino mucho menos. Y sin querer, empecé a empujar todos afuera otra vez, porque hola, necesito sentirme segura. Pero ya no soy la misma, y esa seguridad empezó a tener gusto a ansiedad con miedo, y tuve que dejar el plato de sushi porque casi vomito un pedazo del asco que me daba comer eso crudo. ¿Era esto un superpoder, o una superdebilidad?

Si miro para atrás no hay nada que haya hecho de lo que me arrepiento. De lo único que puedo arrepentirme es de no haber hecho, culpa de un mal consejero. Por delante queda lo que queda, y si bien fue el miedo el que despertó todo esto, por primera vez me freno en su respuesta; será la edad, que uno empieza a escuchar a su sombra porque sabe que así aprende. Por primera vez quiero dejar de empujar todo afuera. Si empujo, que sea por deseo, y para adelante. Que perder a otros todos perdemos, pero lo que no podemos costear es perdernos a nosotros mismos.

Este día despertó mi deseo, y murieron los presagios.