miércoles, 12 de julio de 2017

Nostalgie d'été

Atravesaba, llegando al campo, una fila india de eucaliptos-rascacielos, cegada por el sol que se colaba entre las ramas del roble. El molino silbando con el viento, llenando de a poco, con compás de zamba, el tanque australiano lleno de algas que en verano se transformaba en lago de anguilas, mar dulce de náufragos, acuario de delfines.
Del otro lado de la tranquera estaba el zaino, y me trepaba para darle maíz. Así me dejaba pasearme luego por su corral, y salir corriendo hacia la "laguna seca" -ahora laguna-laguna-. Era una depresión del terreno tan pareja que parecía una pileta olímpica vacía, o una pista de skate verde esmeralda por donde correr, subir, bajar, y subir otra vez hasta jadear. Después de sacar de los árboles un par de mandarinas o nísperos según la estación, e írmelas comiendo por el camino, el paseo finalizaba en un destino fijo: visitar el palomar.
Se erguía como una bala de cañón gigante sin techo y desecha por la humedad, a la que con los años se le iba acortando el alto, pero no el misterio. Torreón de mis historias de castillos, casita de los pájaros que gritaban por miedo a que les robara su nido. No quería asustarlos, no quería asustarme (quizás jugar a sentir ese miedo que provoca picardía a los niños), sólo quería quedarme dentro de ese círculo de adobe y mirar al cielo azul, preguntándome cosas. Soñar con el ayer. Y correr, correr de nuevo a la casa para tomar mates con el abuelo en la galería... tal vez secuestrar un gatito salvaje para "amansarlo" en mi falda.

- Abuelo, abuelo, ¿antes se mandaban cartas con las palomas? ¿No se perdían?
- Al principio era así, apenas llegaron de Europa. Las palomas sabían ir hasta lo de los primos y volver. Pero después llegó el correo, y ya nadie supo entrenarlas.
- Pero... ¿y si alguien les tiraba con la escopeta?
- Jajajaja. ¡Y qué se le iba a hacer! No era muy práctico, y las cartas venían sucias también.
- ¿Y el palomar era donde dormían? ¿Y había otros?
- Sii... siii... Bueh, a lo último, era más algo decorativo que necesario.
-¿Y qué pasó con las palomas?
-Ahhh... ahí quedaron, haciendo nido.
Y me cantaba Cucurrucucú paloma, para hacerme reír.

Y a mí me encantaba encerrarme en ese arrullo -cururrucú- dentro de la colmena aviaria, y jugar a que era la Sirenita que quería explorar el exterior circular. Con el pelo revuelto y los pies llenos de guano con plumas. Con plumas en el alma y en la mente, también.
Con plumas o plumines se escribían esas cartas (una vez encontré una entre los cachivaches de la pieza del fondo), probablemente en francés poco cuidado, por la falta de contacto con libros y civilización, y dibujadas por manos ajadas por la tierra y el sol. El papel debía ser fino para que la paloma no se quede en el camino por exceso de equipaje. Versos enrrollados que esperaban quincenas para volver.  

Josephine: Quand est-ce que tu viens? Et ton mari, il est bien? Écrivez-moi! Au rêvoir.

Mensajes a lo lejos en la inmensidad de un horizonte, entre el silencio de los árboles jóvenes que aún no cuelan el viento. ¿Qué otra manera había para decir lo urgente, lo que emana del fuero interno, la confesión no dirijida al párroco, la conexión a pesar de lo lejos? Del país de origen, o de la mano añorada. Aunque tarden meses.
Aunque después en las visitas cara a cara no se diga nada. ¿Encuentros privados? ¿De qué me habla, m'hijo? En las veladas campestres sólo había música, tías chaperonas y miradas. Miradas aprobadas y prohibidas, espontáneas y planeadas.
Mirarse los cuerpos envueltos por capas de ropa es un viaje sin escalas por la retina; pero las palabras escritas siempre describen lo profundo del alma. Quedan ahí expuestas para que nos miren por dentro, para saber cómo otro entiende, para saber cómo otro calla... para luego releerlas y soñarlas, repetirlas y transformarlas en lo que nosotros queremos que digan... inevitablemente, leerlas con otros ojos implican entenderlas con otros pensamientos. Era tan poderosa la mística de ese ida y vuelta letrado, tan intenso el trabajo de sentarse e intentar explicarse frente al papel.  Interpretar los ánimos de otro por cómo cambia el trazo durante el relato, interpretarse uno mismo mientras lo va trazando, y extracorpóreamente poner tu alma en un sobre alado.

Desde entonces, cuando chica, hice cartas a seres invisibles en mis diarios íntimos, a mis padres, amigas, amores y desamores. Sin el coraje necesario para romper el candado en forma de corazón y entregarlas, dar esos sentimientos, exponer esos pensamientos. Porque me parecía que las veladas ya no eran sólo de miradas, que hablar de sentimientos estaba demodée, y que el corazón era algo vidrioso que debía guardarse. Porque a veces si no suma, resta, y el papel sin dobles tildes puede nunca responderse. Ni decir au rêvoir. Esa sensación de peligro ya no provoca picardía sino temblores inseguros, porque cuando se liberan las palabras al otro, no hay marcha atrás.

Ahora sé que ese es el miedo que nos paraliza, porque lo que sentimos es lo que somos, y debe salir... para volver, o para seguir y aprender. Ahora sé que el corazón se rompe, pero sana cuando comunica, en un loop que sólo frena cuando deja de latir. En la época del opinólogo generalista, escasea el diálogo sincero. Sin embargo, siguen existiendo cartas con otro formato, más inmediato quizás, menos pensado, ¡y valen igual! ¡Escribamos para que nos miren el alma!
Y otras veces, escribamos para mirarnos a nosotros mismos, y releernos, reinventarnos, y transformarnos cada vez más en lo que somos, no en lo que los demás quieren leer.